Valor
del Mes: Esperanza Verdadera Lema
del Mes: «Esperamos cielos nuevos y tierra nueva» (2 Pe 3,13)
Objetivo: Mostrar
a los jóvenes, a la luz de la fe católica, en qué consiste el valor de la
verdad y cómo pueden ser signos de esperanza al vivirlo adecuadamente.
Preámbulo
Jesucristo, en su peregrinar por los senderos de este mundo, dijo de sí mismo que él era el camino, la verdad y la vida (cf. Juan 14, 5-6). Por tal motivo, quienes decidimos seguir sus enseñanzas necesitamos iluminar todas nuestras actuaciones a través de su modo de vivir.
La Iglesia, Cuerpo de Cristo, es una comunidad que peregrina en la historia para ser instrumento de santificación y «anunciadora de la totalidad de la fe» (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 868).
Nosotros, jóvenes creyentes, debemos estar dispuestos a recorrer el camino de la fe con una aspiración en el corazón: Conocer la verdadera felicidad conociendo a Cristo.
Oración inicial
Salmo 139 (Leer desde la Biblia)
Señor, tú me examinas y
conoces,
sabes si me siento o me
levanto, tú conoces de lejos lo que pienso.
Ya esté caminando o en la
cama me escudriñas, eres testigo de todos mis pasos.
Aún no está en mi lengua
la palabra cuando ya tú, Señor, la conoces entera.
Me aprietas por detrás y
por delante y colocas tu mano sobre mí.
Me supera ese prodigio de
saber, son alturas que no puedo alcanzar.
¿Adónde iré lejos de tu
espíritu, adónde huiré lejos de tu rostro?
Si escalo los cielos, tú
allí estás, si me acuesto entre los muertos, allí también estás.
Si le pido las alas a la
Aurora para irme a la otra orilla del mar, también allá tu mano me conduce y me
tiene tomado tu derecha.
Si digo entonces:
"¡Que me oculten, al menos, las tinieblas y la luz se haga noche sobre
mí!"
Mas para ti ni son
oscuras las tinieblas y la noche es luminosa como el día.
Pues eres tú quien formó
mis riñones, quien me tejió en el seno de mi madre.
Te doy gracias por tantas
maravillas, admirables son tus obras y mi alma bien lo sabe.
Mis huesos no te estaban
ocultos cuando yo era formado en el secreto, o bordado en lo profundo de la
tierra.
Tus ojos veían todos mis
días, todos ya estaban escritos en tu libro y contados antes que existiera uno
de ellos.
¡Tus pensamientos, Dios,
cuanto me superan, qué impresionante es su conjunto!
¿Pormenorizarlos? Son más
que las arenas, nunca terminaré de estar contigo.
¡Ojalá, oh, Dios, mataras
al malvado y se alejaran de mí los sanguinarios, arman maquinaciones en tu
contra y no toman en cuenta tus declaraciones!
Señor, ¿no debo odiar a
los que te odian y estar hastiado de los que te atacan?
Con un odio perfecto yo
los odio y para mí también son enemigos.
Examíname, oh, Dios, mira
mi corazón, ponme a prueba y conoce mi inquietud; fíjate si es que voy por mal
camino y condúceme por la antigua senda.
Gloria
al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,
Como
era en el principio ahora y siempre, por los siglos de los siglos.
Amén.
Introducción
La plenitud de la felicidad es conocer a Jesús. Así lo vivió a profundidad San Agustín quien, con justa razón expresó en su obra «Confesiones» que: «La auténtica felicidad es alcanzar la Verdad».
Cristo, es esa Verdad, así lo interiorizamos en el tema de la semana anterior: El valor de la verdad y así lo meditaremos en esta semana, continuando con las reflexiones en torno a la esperanza verdadera, que es Jesús.
En el día de hoy reflexionaremos unidos en la verdad como «virtud que consiste en mostrarse verdadero en sus actos» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2505) sosteniéndonos en las enseñanzas de la Iglesia en torno a este valor.
Preguntas para la reflexión
¿Qué entiendes cuando te
dicen que Jesús es la verdad?
¿Qué piensas sobre la afirmación:
La auténtica vida feliz es alcanzar la verdad?
¿Por qué crees que la
Iglesia enseña que la verdadera alegría es conocer a Jesús?
¿Conoces a Jesús?
Ahora, profundicemos
sobre conocer a Dios, meditando en torno a las enseñanzas de San Agustín.
Conózcate yo a ti (Plegaria de San Agustín, Confesiones, Libro X)
Que yo te conozca, conocedor mío, que yo te conozca como tú me conoces, Virtud de mi alma, entra en ella y ajústala a ti, para que la tengas y poseas sin mancha ni arruga.
Esta es mi esperanza, por eso hablo; y en esta esperanza me gozo cuando mi alegría es sana. Las demás cosas de esta vida, tanto menos se han de llorar cuanto más se las llora, y tanto más se han de llorar cuanto menos se las llora.
He aquí que amaste la verdad, porque el que obra la verdad viene a la luz. Yo la quiero obrar en mi corazón.
Conocer la verdad que libera
Jesús, la verdad plena, nos enseñó que la verdad es un instrumento de liberación y que la mentira es un mecanismo de opresión.
Pero
¿en qué consiste esta alegría? En que Dios nos ama y nos hace sus hijos.
Que
a través del conocimiento de Cristo conocemos y reconocemos nuestra dignidad
como personas y que al conocer esa verdad que nos sobrepasa alcanzamos la verdad
que nos libera de la mentira, de la soberbia, del egocentrismo y de la falta de
amor.
Cristo, verdad plena que libera nos instruye a tener un corazón misericordioso. Nos orienta con esto a ser compasivos con nosotros mismos y con los demás.
¡Esa
es nuestra verdad! Pues en la medida en que conocemos el amor de Dios nos
constituiremos en mejores individuos, capaces de amar más a nuestro Creador, a darnos
a nosotros mismos el amor adecuado y a darle a los otros el amor que debemos de
ofrecerles.
Bien
lo expresó San Agustín de Hipona: «La auténtica vida feliz es alcanzar la
Verdad» (Confesiones, Libro X), ¿cómo tú, un joven de hoy vives la verdadera
felicidad? Conociendo a Jesús. ¿Cómo conocemos a Jesús? Orando.
Es a través de una verdadera y consciente vida de oración donde accedemos a ese conocimiento de la verdad que libera.
¿Y cómo puedes orar? La oración puede ser personal (cuando oras sólo) y comunitaria (en los actos litúrgicos), ambas son esenciales para ir conociendo a Cristo, verdad que libera y fuente de esperanza.
En búsqueda de un sentido: Conocer la verdad
En una sociedad relativizada en la que se ha querido silenciar las verdades absolutas necesitamos iluminarnos con la esperanza del amor de Dios.
Sin embargo, para vencer esa cerrazón de corazón que proyecta el mundo tenemos que sentarnos a interiorizar sobre nuestra fe y tener una experiencia de Dios. Muy bien enseñó Santo Tomás de Aquino al decir que «la verdad es la adecuación de la mente a la realidad», ¿pero cuál verdad? La que enseña Cristo, la del amor hasta el extremo, la que enseña a ser fiel al Padre, la que ilumina la existencia con la esperanza.
Cuando
Jesús dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Juan 14, 6) nos dio las
pautas para que busquemos el sentido de nuestra existencia. Pues la verdad que
profesa Cristo y que está en sí mismo no es un concepto abstracto, es él mismo,
una persona que pasó por
el mundo haciendo el bien, murió
y resucitó para darnos vida en abundancia.
Reflexionando en torno al tema
La alegría plena que nos presenta nuestra fe es conocer la verdad; y la verdad es que Dios nos ama. Esto llena de sentido a nuestras vidas en medio de un mundo relativizado y sin aspiraciones trascendentes.
A partir de lo tratado es adecuado reflexionar lo siguiente:
¿Podemos
conocer a Dios cuando profundizamos en nuestro autoconocimiento?
¿Se
le encuentra el sentido a la vida cuando nos enfocamos en conocer a Dios?
A modo de conclusión: «Que yo te conozca»
En nuestra pequeñez y aun en nuestras limitaciones debemos buscar conocer a aquel que nos conoce profundamente: Dios.
Él es la verdad que nos libera. Y, por medio de esa virtud podemos encontrarle el sentido a toda nuestra vida.
Entonces, ¿qué haremos para conocer a Jesús? La respuesta es sencilla: Conocerlo de verdad.
Pero ¿cómo lo conocemos? En la oración personal y comunitaria. Participando de la celebración eucarística. Ayudando al más necesitado o siendo apoyo de aquel que está atravesando un momento de tristeza, enfermedad o dificultad.
Oración final
Amado Señor, tú que eres la vida y la verdad plena, dame la gracia de estar en tu presencia y llenar de tu amor toda mi existencia.
Ayúdame a conocerte mejor
y aumenta mi fe. Permíteme conocerte cada día más y permanecer siempre en tu
amor.
Amén
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